Aquella madrugada jamás la olvidaré. Eran alrededor de las seis de la mañana cuando mi hija, de la nada, entró en una convulsión tan fuerte que parecía algo más que un episodio físico. Sus ojos se pusieron en blanco, su cuerpo se arqueó de una manera que no era normal. Yo, como madre, entré en un estado de miedo puro, ese miedo que te rompe por dentro.
La ambulancia llegó, se la llevaron, y yo me quedé sola en la casa con una mezcla de desesperación, confusión y un silencio que pesaba como plomo.
Fue en ese momento… justo después de que los paramédicos se la llevaron… cuando él apareció.
No puedo decir que vi una sombra. No. Yo vi a un hombre completamente formado, tan real como si hubiese entrado caminando por mi puerta. Alto, vestido con un traje de rayas finas, tipo gánster antiguo, como esos trajes de Al Capone. Llevaba un sombrero de ala ancha. Negro. Elegante. Impecable.
Yo quedé paralizada, no de terror… sino de shock. Porque no era una visión borrosa. Era un hombre. Un hombre real. O eso parecía.
Se acercó sin prisas, con una serenidad imposible para la situación. Me tomó las manos —sentí su contacto, firme, cálido— y me habló.
Con una voz clara, normal, humana.
Me dijo: “Soy Luis Paquito.”
El nombre me golpeó como si viniera de un sitio desconocido y familiar al mismo tiempo. Intentó decirme más cosas, y yo sé que habló. Lo sé. Pero no recuerdo el resto. Fue como si mi mente bloqueara lo que no podía entender en ese momento.
Lo que sí recuerdo es la sensación: él estaba allí para acompañarme.
Y también recuerdo lo que pensé en ese instante. Yo creí que él había atacado a mi hija. Que él había causado esa convulsión tan extraña, tan violenta. Era lo lógico desde mi miedo.
Pero apenas él desapareció, porque así fue se desvaneció frente a mí sin mover un músculo, llegó la noticia del hospital.
A mi hija no le encontraron absolutamente nada.
No secuelas.
No explicación.
No diagnóstico.
Nada.
Y entonces algo cambió en mí. Lo que al principio interpreté como un ataque, más adelante lo vi de otra forma. ¿Y si él no había sido el causante? ¿Y si su presencia no era de daño… sino de protección? ¿Y si estaba conteniéndola, o cuidándola, o interviniendo de alguna manera que yo en ese momento no podía comprender?
Las convulsiones sin causa, acompañadas de movimientos extraños, mirada perdida o fuerzas que el cuerpo no debería tener, siempre han sido consideradas como eventos espirituales en muchas culturas. No digo que mi hija estuviera poseída, pero sí digo que lo que pasó no fue normal. Porque nada encajó: ni los síntomas, ni los resultados médicos, ni el momento exacto en que él apareció.
A veces pienso que ese hombre, ese ser, llegó en el momento más crítico, cuando la energía de la casa se fracturó por el miedo y por la cercanía al peligro.
A veces siento que él la defendió de algo.
A veces creo que solo vino a sostenerme para que yo no me quebrara.
Y a veces, simplemente, acepto que fue un encuentro de esos que solo ocurren una vez en la vida, cuando el mundo espiritual se hace tan real que toca tu piel.
Lo que sé es que su presencia cambió algo en mí, y que nunca volví a olvidar el nombre con el que se presentó:
Luis Paquito.
El hombre del sombrero que apareció justo cuando mi hija estaba entre dos mundos… y desapareció cuando ella volvió.